La noción de binarismo de género hace
referencia a la idea naturalizada de las categorías dicotómicas, mutuamente excluyentes,
biologicistas y complementarias de varón–mujer, basada en una estandarización
de las características anatómicas, donde “mujer” emerge como el término
subordinado.
Esta clasificación binaria del sexo y
del género atraviesa a la sociedad y es un modo primario de entendimiento y
organización del mundo. Sin embargo, los cromosomas, las hormonas, las gónadas,
las estructuras sexuales internas y externas presentan una diversidad mucho
mayor de lo que se cree.
“En términos biológicos el sexo es una
forma de reproducción que consiste en el intercambio de genes que corresponde
en un 50 por ciento de la hembra y 50 por ciento del macho.
Sin embargo, en la naturaleza las
cosas no son tan simples y se presentan variabilidades de sexo.
Para comprender
la complejidad de la sexualidad humana, hay que mencionar que las/los
especialistas distinguen una serie de variabilidades de sexo tanto a nivel de
los cromosomas, de las gónadas, del ambiente hormonal fetal, del aparato
reproductivo interno, de la apariencia de los genitales externos, de las
hormonas de la pubertad, de las características anatómicas y de la identidad
sexual”.
Dada esta variabilidad corporal, al
momento del nacimiento se seleccionan determinados atributos físicos y
estéticos – privilegiando la observación de los genitales– para asignar uno de
los dos sexos reconocidos socialmente.
Es en este sentido que se habla de
“asignación de sexo”. El sexo, entonces, no es algo que viene dado como un dato
de la naturaleza o propiedad esencial de los cuerpos, sino que es también una
categoría cultural, en base a ciertos parámetros instituidos socialmente.
En cierta medida, los cuerpos se
vuelven inteligibles y cobran significado a partir de ser interpelados y
clasificados por los ideales culturales.
A partir de este mecanismo,
instituciones y prácticas sociales comienzan a operar para ratificar la
correspondencia y coherencia del sexo asignado con las expresiones sociales de
masculinidad y femineidad.
Desnaturalizar las ideas de
inmutabilidad y permanencia biológica respecto de los cuerpos permite abordar
la artificialidad de los sexos normales, en función de la artificialidad propia
de la imposición de la ordenación binaria.
El concepto de género viene a dar
cuenta de la construcción cultural e histórica de las esferas sociales de “lo
femenino” y “lo masculino”: se trata de una articulación de la corporalidad y
la sexualidad en la que, para su distinción, se clasifican roles, atributos y
significados sociales.
Esta clasificación está atravesada por
escalas de valor de cada sociedad y se basa en una interpretación social de la
corporalidad biológica en donde lo masculino se ha valorado positivamente y en
relación de superioridad con respecto a lo femenino.
Así se desenmascara el género, no como
una adscripción estática, sino como un sistema de relaciones sociales y
simbólicas desiguales en el que varones y mujeres son situados de manera
diferente, atravesados por relaciones de apropiación/expropiación y
dominación/subordinación.
De esta forma, las representaciones,
valoraciones y normas adjudicadas a lo “femenino” y lo “masculino”, constituyen
modos de significar relaciones de poder y estructurar relaciones sociales, así
como la subjetividad individual.
En este sentido, podríamos mencionar
una teórica feminista muy conocida que expresa:
“La ideología de la diferencia
sexual opera en nuestra cultura como una censura, en la medida en que oculta la
oposición que existe en el plano social entre los hombres y las mujeres
poniendo a la naturaleza como su causa. Masculino/femenino, macho/hembra son
categorías que sirven para disimular el hecho de que las diferencias sociales
implican siempre un orden económico, político e ideológico”.
Este orden binario se encuentra
entrelazado a la heteronormatividad, como régimen social, político y económico
que presenta a la heterosexualidad como natural y necesaria para el
funcionamiento de la sociedad y como el único modelo válido de relación sexo-afectiva
y de parentesco.
Este régimen se sostiene y reproduce a
partir de instituciones que legitiman y privilegian la heterosexualidad en
conjunción con variados mecanismos sociales que incluyen la invisibilización,
exclusión y/o persecución de todas las manifestaciones que no se adecuen a él. Podríamos afirmar entonces que los
ideales de masculinidad y feminidad han sido configurados como presuntamente
heterosexuales, por eso se refiere a un modo de subjetivación compulsiva en el
marco de esta norma.
Lo cual podríamos afirmar que, desde
la matriz heterosexual se organizan las identidades y se distribuyen los
cuerpos, en donde se les otorga un significado específico. Y esta matriz es una
matriz de inteligibilidad social, que presupone la estabilidad del sexo binario
y depende de la alineación entre sexo, género, deseo y práctica sexual.
El concepto de heterosexualidad
obligatoria trae al espacio de la política la dimensión del deseo y engrosa los
desarrollos teóricos que afirman que el ámbito de la sexualidad es
absolutamente público y objeto de operaciones específicas de poder que la
producen normativamente.
Existen muchos autores y autoras que se
refieren a la idea de un “contrato heterosexual”, en referencia al clásico
“contrato social”, para aludir a que el mandato de la heterosexualidad sirve de
fundamento para las normas culturales y las instituciones sociales, a la vez
que atraviesa a los/as sujetos/as.
En este sentido, “En efecto, la
sociedad heterosexual está fundada sobre la necesidad del otro/a/diferente en
todos los niveles. No puede funcionar sin este concepto ni económica, ni
simbólica, ni lingüística ni políticamente.
Porque la sociedad heterosexual no es
la sociedad que oprime solamente a las lesbianas y a los gays, oprime a
muchos/as otros/as/diferentes, oprime a todas las mujeres y a numerosas
categorías de hombres, a todos/as los que están en la situación de dominados.
Porque constituir una diferencia y controlarla es un acto de poder”.
Tal como se señaló al inicio, hay que remarcar
que las categorías, nociones y valoraciones en torno a la sexualidad son un
terreno constante de batalla y redefinición.
En la medida en que se profundiza la de-construcción de los modelos únicos, que jerarquizan moral y políticamente las
sexualidades, se avanza hacia una democratización de las sexualidades, que
prioriza “la forma en que se tratan quienes participan en la relación amorosa,
por el nivel de consideración mutua, por la presencia o ausencia de coerción y
por la cantidad y calidad de placeres que aporta”, por encima de quiénes son
sus integrantes.
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